Existe esta Vida que lo penetra todo y que denominamos Dios, lo Absoluto, la Realidad última, el verdadero Ser, etc. Este verdadero Ser es la profundidad de nuestra existencia. Es el Ser a partir del cual vivimos. Mejor dicho: es el Ser que vive en y a través de nosotros. Somos su forma de manifestarse.
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La muerte mística es la muerte del yo, y ese yo es el que las personas no quieren soltar. En occidente nos hemos identificado de tal manera con nuestro yo que lo equiparamos a la vida y deseamos perpetuarlo; en eso parece consistir el pecado original: haber creído poder ser «como Dios» con este yo. Ese yo no es más que el punto de cruce de nuestras fuerzas psíquicas que se nos presenta como independencia. Es una ilusión sin más y se trata simplemente de desprenderse de ella. El yo no es más que un pequeño disco que flota sobre nuestra consciencia; un órgano de ella, pero se comporta como si fuera el soberano y, por ello, se encuentra en una lucha constante con la profundidad de nuestro ser. La actividad de este yo aparentemente autónomo y el egocentrismo resultante constituye la verdadera enfermedad de nuestro tiempo, sobre todo en occidente; se la denomina «egoneurosis».
Quien no es capaz de desprenderse de su yo, de morir y de mirar la muerte cara a cara, tampoco podrá vivir. Son pocas las personas que emprenden el camino de la muerte del yo el camino místico—, y menos aún las que van por él hacia el final. Porque antes del morir está el miedo.
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Nuestra existencia auténtica no es estática, sino dinámica, y se vierte una y otra vez en formas nuevas. Así que nuestra verdadera identidad está en el flujo y reflujo de la Vida. No tenemos vida propia. Todo lo existente es el refulgor de lo divino. No es nuestra vida la que vivimos, sino la de Dios.
Willigis Jáger
En busca del sentido de la vida
El camino hacia la profundidad de nuestro ser